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La salud mental de las madres (¿o solo hablo por mí?)

Ser mujer es una condición de vulnerabilidad para la salud mental. Ser mujer y madre: aún más. La transformación del cuerpo, la demanda constante, la precarización económica, la soledad a la que te enfrenta la experiencia, la usual incapacidad emocional de los varones a la hora de contener/empatizar y muchas veces directamente criar, las opiniones no pedidas del clan familiar (o lisa y llanamente de desconocidos) que ven en las crías un aval para invadir y abusar, la violencia institucional (y callejera) a la que te enfrenta, los mandatos de siempre y los que se renuevan, la falta de mirada feminista hacia la crianza… Yo no sé cómo hago realmente, bueno sí, gracias a un montón de privilegios (mujer, cis, blanca, con apoyo y red de afectos). Igual es un misterio. Que todo eso conviva con el amor salvaje y la belleza de la cuestión: is the real job, bancarse esa ambigüedad, alimentarse de ella, qué es la vida sino… Es tan grande la experiencia, tan expansiva, tan honda, que no se puede encarar sola. Ahí está, a mi juicio, el quid de los problemas que eventualmente destruyen la salud mental de las madres: habrá quienes lo hagan de maravilla, pero criar en soledad es una injusticia. No sólo por el laburo y el dinero que implica, sino por todo lo bueno también, esas maestrías de vida que les pibes pueden regalarte con un sólo gesto. Respeto a quienes no les cabe ni las infancias ni la maternidad, pero creo que hay mucho prejuicio, mucho miedo a conectar, creo que hay terror a embarrarse las manos. Por mi parte, ese temita es más valioso que cualquier posgrado. A elles les invito a pensar en personas de su red afectiva en “estado de maternopaternidad” (ya que estoy les pido que jamás vayan a visitar a una mamá recién parida al hospital, gracias), les pregunto: ¿Saben cómo está esa familia más allá de las fotos de instagram? ¿Mandan mensajito cada tanto? ¿Comparten con la cría algún rato?¿Son conscientes de todo lo que pueden colaborar y aprender estando cerquita en lo cotidiano? Quizás se arrepientan de haberle clavado el visto a un incendio que también sabe ser paraíso.


Hace 10 años, cuando tenía 24, nació mi primer hijo. Llegó a mi mundo gracias a una cesárea efectuada con violencia obstétrica de manual. Ese fue el trauma que me hizo feminista. La herida que reveló la cuestión patriarcal. Y así fui comprendiendo (y sigo) el entramado traumático de mi/nuestro recorrido. Yo escribía antes de ser mamá. Pero debo reconocer que fue la experiencia de la maternidad la que me arrastró irreversiblemente hacia la literatura. Creo que con la vida me pasó igual. Y esto es algo que de ninguna manera vengo a recomendar, de hecho es una bestialidad lo que voy a escribir, pero sí, se dio así, no lo puedo negar: ponerle el cuerpo a la maternidad me encendió el pulso vital. A los 19 años tuve un intento de auto eliminación. Venía de esconder durante muchos meses comportamientos autodestructivos, así como una angustia feroz que me carcomía, que no sabía de dónde venía, ni cómo nombrar. Sobreviví a ese episodio, descubrí el arte, empecé a escribir, a actuar, a tejer nuevas redes afectivas. Y al toque me hice mamá. Criando tuve que deshilachar las razones de aquella angustia que era mucho más honda de lo que podía imaginar, y que volvió con sus coletazos, y que vuelve cada tanto, pero aceptarla, así como reconocerla parte de una herida colectiva, ha sido fundamental. Cuando más o menos había acomodado algunos cajones de la estantería psíquica, llegó mi segundo hijo, con un parto natural soñado, pero todo se volvió a hacer pedazos y más. Yo no sé si me creía con más cancha, si me agrandé de antemano, lo que sé es que ese puerperio me noqueó, que nuevamente la herida se abrió generando un dolor inaudito pero al mismo tiempo me vomitó data remota, sagrada, que me obligó a entender mi dolor. Con el advenimiento de mi segundo hijo recobré la memoria sobre abusos vividos en la infancia y en la adolescencia. Estas memorias aparecieron en estados que me hacían sentir que todo era un sueño, pesadillesco, claro. Amamantando, sin dormir, esquelética.. así caían las fichas bisagras del orden existencial.


Mi experiencia se opone a la de quienes, no deseando la maternidad, afirman “Mirá si voy a estar en función de otra persona, con lo mucho que amo estar conmigo”. Banco muchísimo, pero en mi caso, lejos. Claro que valoro enormemente la soledad, cada vez más, es prácticamente una fantasía sexual, y siendo escritora se hace condición sine qua non. Pero no imagino ni quiero una vida bancándome todo el tiempo. Que me disculpe la cúpula de activistas instagrameras del amor propio. Estar conmigo misma todo el rato se me da fatal, no lo deseo, me enrosco, me abrumo, me pierdo. Soy mejor dándole a otres, a veces pienso que esto no tiene arreglo, pero trabajo esta carencia y no me pienso culpar más por “no quererme 24/7”, simplemente lo aprovecho. Por lo menos entendí que a varones que no son mis hijos no materno.… Poner el cuerpo en el campo de batalla de la crianza, a menudo se me representa como una conquista para mi salud mental. Soy consciente de que ese aquí y ahora contra el que despotrico, también me puede salvar. Cocinar, limpiar, jugar, mimar.. Atender a mis hijos vs pensar :)



A continuación comparto algunos fragmentos de mi último libro, una novela autoficcionada llamada “Desplazamiento hacia el rojo”, publicada en 2022 por el sello feminista Guyunusa de Sujetos Editores. Allí, el cruce entre maternidad y salud mental, creo que es algo así como protagonista; lo encuentran en todas las librerías. El otro libro que escribí se llama “Madrecoco”, es narrativa también, relatos específicos de mi primera maternidad; lo publiqué en 2015 por Hum Editorial y actualmente se encuentra agotado.



Que nadie me visite. Que nadie me busque. Que nadie me hable. ¡Harta del diálogo! No estoy hecha a la medida de la oralidad. Mis verdades serán escritas o no serán. Nada me importa más que escribir. Sé que lo de la tribu es importante, eso de abrirnos a la otredad. Pero lo único que necesito es buena comida, puchos y soledad. Ahí voy, con una bebé colgada all the time. Transito el pasillo mojado con fular. Tiendo la cama con fular. Meo con fular. ¡Escribo con fular! La bebé media mi escritura. Y como sentada es imposible, lo hago de parada, como Hemingway.

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He mirado el horno con cariño, no te lo voy a negar, cuando cocinar nuggets se volvió una odisea, cuando del otro lado del líquido no ves a tu hija, no la ves y ella dice “mirá mamá, mirá”. Cuando no hay pañuelo, repasador ni buzo invernal que pueda amordazar el llanto final. El punto álgido de la crisis, la efectiva pérdida funcional. Lo he mirado con cariño, sí. Una no sale ilesa después de leer a Sylvia Plath.

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(...) Teníamos un brindis por delante y estábamos atrasados. Ni tiempo de ducharse. Debía ponerme ropa limpia sobre el cuerpo detonado. Perfumarme. Agarrar campera, desodorante y seguir. Estaba tan harta de sentir a mi hija adentro. A los dos, pegoteados en mi cerebro, incrustados en los huesos, en mí aunque se encuentren en ell auto detenido sobre la calle Isla de Flores. Es que la demanda, aún después de ser abastecida, aún habiendo abandonado el campo de batalla, sigue sucediendo adentro. Tan harta del trabajo constante e interrumpido. Tan tensa, exprimida, frágil. Chin chin las bolas, pensé. ¿Por qué voy a brindar? ¿Porque aún no llegó el brote? Si es verdad que se brinda mirando a los ojos me van a tener que disculpar, porque estoy ciega de enfocarme en la supervivencia de una bebé. Bajé con la bomba en la mano, dispuesta a tirarla adentro del auto ni bien dejáramos a la piba con su sistema de cuidado.

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Hace un mes vencí la culpa de saberme madre privilegiada y dije basta. Pedí ayuda porque la cabeza me estallaba. Preocupada por la guita, el destete, los sueños, la política, la ambición y la desconexión. Con todos los cajones mentales abiertos. Llanto doméstico, llanto callejero, miedo personal, familiar, universal. El terror de la pregunta en qué me metí. El cuestionamiento tan inútil como inevitable de imaginar otra vida. El cuerpo exprimido en modo avión. Sosteniendo por instinto, por milagro. Amigas que saben y contienen, pero

no hay mimo que entre. Presa en la cocina ante la incontrolable caída de recuerdos cual granos de sal en la herida reabierta desde que la piba nació. Y una ahí, ¡maquillándola! Cómo vas a maquillar una herida, pelotuda. Las heridas se lamen, se secan, sin leche, sin saliva. El revoque no aguanta los pedazos del techo mental que se derrumban sobre el suelo de la cotidianidad. Es el volcán de la carencia erupcionando en celos,paranoia y violencia. ¿Qué tal? Este verano monté una obra en mi cabeza. Dramaturga, actriz y espectadora. Estrellé una Mac contra la pared. Rompí tres platos en un movimiento. Imaginé la electricidad y el chaleco. Como una lorita en las últimas repito: perdón y gracias. Sonrío frente a los otros pero por dentro hiervo de rabia. Me quema la yuta exigencia que clavo en la carne ardida de demanda. ¿Cuántas vidas hace que estoy acá? ¿En cuánto tiempo se recobran las ganas de vivir? Y dale con el sistema hablando de cuarenta días. ¿Y si nunca logro matar la constante preocupación? ¿Cuándo me voy a dejar de joder con la amibición de ser vegetariana, clasificar la basura, practicar yoga, cuidar el agua y, sobre todo, amarla a como dé lugar, ser feliz, agradecer por tener una hija sana? A la mierda con la estabilidad frente a la nena. Mamá está en llamas, Selva. Mamá tiene problemas y el mundo es una mierda. O el mundo tiene problemas y mamá es una mierda. Esa es la premisa que lleva años demoler. El desprecio propio que genera sentir que una no lo hace bien. Que otras lo hacen bien. Que tu suegra lo hace bien. Que las madres del jardín lo hacen bien. Cuántas, me pregunto, cuántas fumaron porro en el balcón a las dos de la mañana, o a las dos de la tarde. Cuántas miraron los azulejos del baño y vieron el mismísimo infierno. ¿Cuántas dieron un chocolate sólo para huir?

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No te hablan de mamá en la escuela. No te permiten comprender su lugar en el mundo. No te hablan del trabajo no remunerado, de la precarización que trae cumplir el sueño, tampoco te hablan de la maternidad como lo que es, a veces un deseo pero, sobre todo, un mandato social. No te dicen lo solas que estamos las madres. Ninguna inspiración produce esta fuerza incomparable, esta belleza, este sostener la vida constante. ¿Qué pasa con la perspectiva de género en el sistema educativo mundial? Siglo XXI, dale man. Olvídense un

poco del caudillismo, en serio, ocúpense de la educación sexual e integral. Y no sé a quién le hablo ya. A esa cúpula ficticia de dioses patriarcales que aún sostienen los hilos de la vida en sociedad. El “Día de la madre” debería ser una sucursal del “Día de la mujer”. Una sucursal montonera, piquetera, política. Una fecha para no hacer regalos. O sí, pero que los objetos no se lleven el protagonismo de un día que bien podríamos explotar con activismo. Jornadas para recordar todo lo que les duele las madres. Nada de bajones. Todo lo contrario, a llorar por los rincones. Que se armen altares, que se cocinen banquetes, que

se lean pancartas. Que una madre representante, en lo posible tatuada y decolorada, le ponga palabras a todo lo que calla. Que denuncie lo que falta, que se nombre a las ausentes, que se exija lo que corresponde y que arda lo que tenga que arder. ¡Es que el “Día de la madre” es una joya capitalista! Un diamante que confunde. La cortesía del regalo, además de seguir inflando este sistema nefasto, remedia la culpa. Y la culpa es ese veneno que nos inyectaron para apagarnos, para dominarnos. ¿Qué hacemos con la culpa? La despedazamos. ¿Cómo? A lo rottwailer. ¿Y después? Nos rearmamos a base de amor y palabras. Pero dónde, si en los primeros años de maternidad no hay tiempo ni plata para sentarse en el diván. No importa. Todas las diosas de las culturas politeístas celebran juntas esta imposibilidad. Para qué ordenar este caos con palabras psicoanalíticas si ya se sabe el final de la película: la culpa de todo la tiene mamá. Poco importa quién cava los huecos, ni cómo. “Perspectiva de género” mufan algunes, debatiéndose sobre la inclusión o no de esta dimensión. Como si fuera una opción, como si fuera un filtro de Instagram. Es mentira que lo relevante son las causas. Lo que importa para la mirada terapeútico-inquisidora es el cuerpo de esa señora, lo que quedó de ella después del huracán genealógico de violencias y abandonos. Mamá, esos restos responsables de tus trastornos de ansiedad. “Pero papá la

destrataba, papá le pegaba, papá se fue” dirás a le discípule freudiane, a lo que él o ella retrucará: “¡Chito! La culpa tiene cara de mujer”. No huele como debe oler. No es perfume francés la fragancia que explica la angustia, el trastabille. Hiede a grasas saturadas. Te perdiste ésta, Freud: ahora identificamos al enemigo con la alimentación. Aunque yo no tengo un gramo de cerebro bien fortificado como para negarlo te puedo asegurar que cuando las papas queman son los tubérculos, la carne, el azúcar y el gluten los que te paternan.

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